viernes, 23 de enero de 2009

La evolución estética de Gauguin


Paul Gauguin vivió 55 años y sus primeras pinturas valiosas datan de 1875, aunque desde años antes ya dibujara y pintara algo; su carrera artística se desenvolvió, pues, en un período de 28 años. Sabida es la arbitrariedad de las divisiones en períodos, pero este convencionalismo, si se admite como tal y no se le atribuye un valor explicativo per se, no deja de poseer interés por facilitar, no ya el análisis, sino también la síntesis de conjunto, es decir, la comprensión de las "constantes" que atraviesan todos los períodos, o la mayoría de ellos, y prueban así su fundamental importancia en el proceso creador del artista. Anticipemos dos hechos: Gauguin es de los raros artistas -el estudio detenido de la historia de la pintura demuestra la escasez aludida- que fueron progresando continuamente a lo largo de su evolución. No se diga que esto puede deberse a que no conoció un verdadero período decadente, ya que no penetró en la ancianidad. La evolución total de su obra ha de juzgarse con arreglo al ritmo vital que sólo le permitió llegar a los 55 años.




El segundo hecho es que Gauguin, uno de los últimos grandes pintores figurativos de Occidente -que, con Cézanne y Van Gogh, preparan el advenimiento del arte nuevo y de su crisis- fue paradójicamente un "abstracto de la naturaleza"; es decir, si necesitaba el estímulo exterior al grado máximo, esta exterioridad era transformada por él, tanto en el sentido estético -por su don de selección y síntesis- como en el ideológico. No faltan en Gauguin rasgos de "misticismo naturalista" que explican su búsqueda, de París a Bretaña, de Bretaña a Oceanía, de un paraíso terrenal perdido, paraíso que Gauguin -sólo en parte sin duda- creyó concretamente perdido por el hombre de la civilización occidental a causa de ésta.


En el fondo, con su aguda lucidez de observador y de luchador, con su profunda intelección de "pensador plástico", pues no otra cosa es el verdadero artista, Gauguin hubo de comprender que el paraíso es "cosa mental" y que era su alma la que lo vertía en los espectáculos naturales. Con todo, necesitó buscar lugares que sentía como "privilegiados" para que esa comunicación entre lo activo-artístico y lo inefable (transfigurado) se produjera. Gauguin se nos aparece como un precursor de Kandinsky en cuanto a la "necesidad interior", con la diferencia de que la estética de su período de formación, esencialmente extraversa, no le permitió llegar aún a esos confines en que el color, la forma, la línea y la composición puros se bastan a sí mismos como poderes de configuración de un mundo, si bien habló ya de la "parte musical que, en adelante, tomará el color en la pintura moderna" y de la "fuerza interior de la naturaleza".


Indiquemos también, con las reservas que semejante generalización implica, que la obra llevada a cabo a fines del siglo XIX por Gauguin y los dos pintores antes citados, más algunos otros que no es preciso recordar aquí, equivale, pero con el signo invertido, a la tarea que realizaron siglos antes los artistas que condujeron la evolución desde el primitivismo gótico al pleno Renacimiento. Más concretamente, el abandono del color-luz y de la imagen plana por la perspectiva, el tono local, la iluminación naturalista y el volumen modelado, con captación de valores atmosféricos (evolución realizada grosso modo entre 1400 y 1550) es inversa al más rápido movimiento que lleva a los posimpresionistas a ir abandonando esas conquistas para llegar, no al pasado, sino a un arte nuevo fundado en unos valores que responden más a los de lo "primitivo" (véase la crisis innegable entre 1907 y 1910, del período "negro" de Picasso a la primera acuarela abstracta de Kandinsky) que a los de la tradición europea que culmina en el barroco y cree hallar una nueva cantera en la explotación de lo real "cercano" en el realismo de mediados del siglo XIX.


Podríamos establecer el primer período de la obra de Gauguin entre 1875 y 1887, dividido en dos etapas; una primera, de formación técnica aún (1875-1880), con obras como Paisaje de Viroflay (1875) Mette Gauguin (1878) y La mulata, según Delacroix (1878), en que la tónica es notablemente realista, incluso ceñida a la anécdota y a la captación de lo más directo natural, si bien se insinúan acentos impresionistas derivados de Pissarro, claramente a veces. Estos son mucho más claros y vigorosos en la etapa iniciada con el magnífico desnudo de Suzanne cosiendo (1885), que Degas hubiera podido firmar y que conduce a imágenes más originales -es decir, inéditas, cromáticamente- cual el Autorretrato ante el caballete (1883) y el admirable Bodegón interior (1885). Se observa además en estas obras , junto con una técnica "rayada" un interés perceptible por la textura, debido posiblemente al deseo del artista de infundir densidad al color y a la imagen. La gradación tonal, en el aludido bodegón, señala una perfecta maestría. Pero las pinturas iniciales de Bretaña (1886) son anteriores a la primera revelación profunda que recibe el pintor.


Gauguin visita en 1887 la Marinica y es allí donde experimenta la conmoción que le produce un mundo sentido como "intenso, viviente, virgen". En adelante transferirá psicológicamente a ese mundo mucho de sus apetencias meramente humanas, que su desdicha conyugal no hace sino revalidar en su frustración. Orientado Gauguin hacia el impresionismo, dispone de una aptitud para sentir las mínimas diferencias de color, los más leves matices de tono en el mundo exterior. Pero su temperamento, intuitivamente encaminado hacia el misterio originario, no se conforma con la anotación de esos signos "naturales", sino que los metamorfosea a medida del "modelo interior" -para emplear el famoso concepto de André Breton- que lleva en su alma desde la primera infancia. ¿Hemos de acudir, para explicar esto, a sus recuerdos medio subconscientes de su estancia en el Perú, hasta sus seis años de edad? Ese modelo, ese presentimiento le es confirmado en paisajes paradisíacos como los de la Martinica, que pinta en 1887. Cuando regrese a Bretaña, viva en Pont-Aven, en Le Pouldu -o también un corto período en Arles con Van Gogh- será un pintor que ya "ha despertado" el que se enfrente con la realidad. Despertado en el triple sentido de saber: 1) que lo que busca existe; 2) que lo puede plasmar pictóricamente, y 3) en el de conocer por qué medios logrará este objetivo, pues modifica su técnica anterior. Para darse cuenta del avance realizado en estos años basta comparar las obras bretonas de la etapa anterior con cuadros de tan magistral composición y consciente sentido del color como Visión después del sermón (1888) o El Cristo amarillo (1889). Otras pinturas de esta etapa muestran un gran espíritu experimental, y diversas búsquedas (realismo vigorizado por el color en La familia Schuffecnecker, 1889; "cloisonnisme" esteticista de ciertos paisajes bretones del mismo año que se proyecta a los de 1890, cual Casa campesina en Le Pouldu). En esa fecha hemos de cerrar el segundo período de Gauguin, que, en 1891, se marcha a Tahití.


Esta época final en la carrera del pintor (1891-1903) salvo un viaje a Francia en 1893 -que no divide su evolución- transcurre en las islas de los mares del Sur y comprende doce años, es decir, desde los 43 a los 55 del artista, evidentemente, corresponde a su madurez. Tras la primera desilusión, al chocar en Tahití con un mundo más que a medias civilizado (que Gauguin vence sobre todo, como él mismo dice, pintando lo que no ve: esos lugares antes de la llegada del hombre blanco), el artista reafirma la revelación de la Martinica. Por convencionalismo, dividiríamos esta época final en dos períodos más o menos simétricos, o semejantes por la extensión cronológica. Pero, en realidad, creemos que estos dos períodos, si es que existen como tales, han de conceptuarse como muy disímiles en extensión. El primero abarcaría desde 1891 a 1990; el segundo sólo la fase final, cuando el contrato con Vollard le permite mirar lo por venir con más confianza, es decir, saber que ha "llegado" ( o cuando el presentimiento del fin le hace infundir un sentimiento de eterna juventud más notable a sus obras, traducido sobre todo en la gama). En los primeros años de estancia en Tahití se diría que Gauguin, aparte del interés por la atmósfera casi bochornosa y las raras armonías de color, se preocupa sobre todo por la forma. El cuerpo de la mujer primitiva le obsesiona y quiere "explicarlo" de todos los modos (realismo, con acentuación exagerada de volúmenes y rotundidades del contorno, cual en Ana la javanesa (1893) , concepto reiterado en Nevermore (1897); o sintetismo decorativo de Fatata te miti (1892), con el acorde: lila, anaranjado, rojo, típicamente gótico, pero que, en Gauguin, tiene un acento y un sentido distintos. En 1894 pinta una tela, El día de Dios, compuesta en simetría bilateral como un tímpano románico, y su gama es un presentimiento de Navidad, que nos da un Chagal anticipado. En los años 1897 y 1898 una evidente preocupación metafísica asoma a la pintura, y la forma, conservando su monumentalidad y naturalismo, insinúa deformaciones que introducen a cierto Picasso y al expresionismo alemán. Es la fase del gran cuadro: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adónde vamos?, con lilas, violáceos y verdes dominantes, pero sobre todo, del asombroso Fea Iheihe (1898), en ocres, oros, rojos, anaranjados, en contraste suavizado con verde pálido o matices casi negros, pintura que recuerda alguna etrusca o romana en su manera de emplear la gama.

El período final, que dura de dos a tres años, aunque determinado por otro cambio de ambiente (Gauguin sale de Tahití y se instala en las Marquesas), es más bien una tónica del pensamiento gauguiano imponiéndose a las demás, a la vez que la culminación del luminismo ascensional del pintor. El ocre amarillentoverdoso y cálido de los cuerpos femeninos se aleja. Rosa, salmón, lila, blanco, azul, celeste, en contraste con verdes y azules más oscuros, pervalecen en La llamada (1902) y en Jinetes en la playa (1902). Aunque estas imágenes parecen más "naturalistas" que algunas anteriores, cual Ahí está el templo (1892), en realidad no lo son, pues lo esencial en ellas es la vibración de la superficie en virtud de las relaciones cromáticas, y el efecto puramente estético (sensualismo esotérico) anula lo narrativo, induciendo a una generalización mística. En estas obras nos dice Gauguin que su paraíso lo llevó siempre en la paleta, y, por fin, nos lo muestra en su mayor pureza, antes de morir.




Juan Eduardo Cirlot