lunes, 15 de diciembre de 2008

Las Meninas o La familia



Se ha dicho de Velázquez que era un hombre de pocas ideas. No se entiende bien lo que con ello se quiere decir. Probablemente la observación se origina en que no se sabe ver cuáles son las ideas de un pintor naturalista. Velázquez pintó poco porque no sintió nunca su arte como un oficio, pero cuando se repasa su obra desde el punto de vista de la originalidad, de la fertilidad en el modo de hallar nuevos temas o nuevas maneras de tratar los usadizos, nos sorprende caer en la cuenta de que no ha habido pintor con más ideas. Casi cada uno de sus lienzos es una nueva idea. Velázquez, salvo en los retratos reales, no se repite nunca. Y el hecho incuestionable es que sus tres grandes cuadros -Las Lanzas, Las Meninas y Las hilanderas- fueron tres creaciones imprevistas en la pintura y que revelan el más genial poder de invención.



Las Meninas es el ejemplo extremo de ello. La idea de exorbitar o monumentalizar en un gran lienzo una escena cotidiana de su taller palatino y hacer de este modo lo que Justi ha llamado "el cuadro ideal para un historiador" es, de puro sencilla, fabulosamente sublime. En Palacio reinaba, además de Felipe IV, el aburrimiento. Lope de Vega, temperamento nada palatino, hombre de la calle, nos dice que "en Palacio hasta las figuras de los tapices bostezan". Había, sin embargo, un aposento donde siempre podía esperarse ocasión para la tertulia, para presenciar algún espectáculo menos sólito; era el taller de Velázquez. A él iba con suma frecuencia el rey y, a veces con él, la reina. Allí iba la princesa Margarita con sus criadas o "azafatas". Nos hallamos en 1656, tres años antes de morir el pintor. Velázquez trabaja en un cuadro cuyo asunto desconocemos. El rey y la reina están en el taller y sus figuras - otra ingeniosa idea- se reflejan en un espejo. Las criadas de la princesa, jóvenes de la nobleza, atienden a la real niña. Dos monstruos -una criada obesa de origen alemán, a quien llaman Maribárbola y un enano italiano, Nicolasillo Pertusato-, entretenían a las damitas. Una señora vagamente monjil -una "dueña"- y un "guarda-llamas" vigilan el grupo infantil. Al fondo, un empleado de Palacio, director de la fábrica de tapices y pariente de Velázquez, don José Nieto, abre una puerta por donde el sol intenta una invasión. Nada más. Pura cotidianeidad.



Cuando en Palacio se hablaba del cuadro solía denominársele La familia. No ha sido bien entendido este nombre por no haberse tenido en cuenta que las clases superiores usaban aún el vocablo "familia" en su sentido original que viene de famulus, "criado" y significaba, por tanto, más que la unidad de padres e hijos una unidad de mayor amplitud en que ocupaban el primer término los "criados". Pero a su vez "criado" significaba los servidores en cuanto han sido, en efecto, criados de la casa. En este cuadro, pues, los protagonistas son las muchachas que sirven a la princesa y los enanos adjuntos, con la pareja de ambos sexos que los cuida. Por aquellos años existía un bilingüismo castellano-portugués en los círculos aristocráticos y literarios, especialmente en Palacio. Portugal perteneció a la corona de España hasta pocos años antes de pintarse este cuadro. De aquí que se llamase también Las Meninas -hoy diríamos "las señoritas"-, sean nobles o de la burguesía.


La infanta Margarita es el centro pictórico del cuadro por su traje blanco y oro, sus cabellos áureos, su tez blanca empapada de luz. Pero, repetimos, el sentido de este cuadro no es hacer un retrato de la princesa. Basta compararlo con el que en la misma fecha le hizo y que está en la Galería de Viena. Este retrato, como casi todos los reales, ha sido hecho reteniendo Velázquez su modo impresionista. En Las Meninas, por el contrario, la infanta, al igual que las demás figuras, está sólo sugerida por pigmentos sueltos que dan valor atmosférico a carne y trajes, pero no se ocupan de precisar.


En este lienzo, Velázquez acomete plenamente el problema del espacio -de un espacio no abstracto y de pura perspectiva, sino lleno de cosas en cuanto que estas impregnan el aire.


Conviene señalar brevemente las relaciones de Velázquez con el espacio una vez que abandona la manera de los tenebrosos. Hay gran probabilidad de que fue Rubens quien le hizo apreciar el encanto que da a un cuadro lo que podemos llamar "apertura hacia espacios" que él mismo había aprendido en Tiziano y luego perfeccionado y acentuado. Pero esos espacios hacia los cuales se abre el cuadro no son espacio real, presente: son alusiones a la espaciosidad, referencias a ellas. Estos son los espacios que Velázquez pondrá detrás de sus espacios reales. No tiene unidad propiamente pictórica con la figura. Ésta ha sido pintada en otro espacio -el del taller, que en el cuadro es sustituido por un espacio ideal con el carácter de tela de fondo. Espacio y figura se son de este modo externos y extraños uno a otro. Que en Velázquez los telones de paisaje recuerden los rasgos de la sierra del Guadarrama en las líneas como en la tonalidad del color, no quiere decir que él se propusiese pintar un espacio real. El ejemplo más lúcido de este método se halla en las lejanías, clara pero convencionalmente iluminadas, que aparecen tras de las figuras de Las lanzas.


Sólo en Las Meninas y en Las Hilanderas se propone Velázquez retratar también el espacio real en que las figuras están sumergidas.


En muchos cuadros de Velázquez hay una presencia de lo atmosférico. Se ha dicho que pintaba el aire. Pero este efecto no tiene nada que ver con su modo de tratar el espacio. Este "aire en torno" lo tienen sus cuadros incluso cuando estos no tienen espacio en torno a la figura e incluso, como en el Pablillo, donde ni siquiera tienen fondo.


El ambiente aéreo proviene en Velázquez de las figuras mismas y no de su contorno, espacio o ámbito.


El "naturalismo" de Velázquez consiste en no querer que las cosas sean más de lo que son, en renunciar a repujarlas y perfeccionarlas; en suma, a precisarlas. La precisión de las cosas es una idealización de ellas que el deseo del hombre produce. En su realidad son imprecisas. Esta es la formidable paradoja que irrumpe en la mente de Velázquez, iniciada ya en Tiziano. Las cosas son en su realidad poco más o menos, son sólo aproximadamente ellas mismas, no terminan en un perfil rigoroso, no tienen superficies inequívocas y pulidas, sino que flotan en el margen de imprecisión que es su verdadero ser. La precisión de las cosas es precisamente lo irreal, lo legendario en ellas.


En cuanto a su modo de tratar el espacio en cuanto tal, es decir, su profundidad, habría que decir, aun arrostrando la paradoja, que es un modo más bien torpe. No obtiene la dimensión profunda mediante una continuidad, como Tintoretto o Rubens sino, al revés, merced a planos discontinuos. En general, emplea tres: el primero y el último luminosos, sobre todo este último, buscando pretexto para "rompientes" de luz. Entre ambos intercala un tercer plano oscuro, hecho con siluetas sombrías, que entristece sus cuadros y en que, por cierto, se ha cebado más la faena mordiente del tiempo.


En Las lanzas sorprende ese telón intermedio de figuras arbitrariamente oscuras y sordas de color. En Las Hilanderas hace el mismo servicio la criada que en medio recoge ovillos o copos, y todo lo que hay en su plano. En Las meninas representa esta función de ensombrecer la dueña y el guarda-damas, y el ritmo de luces y muros ciegos.


Está, pues, obtenido el espacio en profundidad mediante una serie de bastidores como en el escenario de un teatro.




José Ortega y Gasset